Dientes Amarillos

 

 

La mayor vergüenza del mundo es tener los dientes amarillentos, podridos. Y los míos son casi todos así. Fumé demasiado, cepillé muy poco los dientes. Cuando niño, yo sólo comía porquerías. Y aún roía el sofá de courvin de mi abuela, por contrariedad y soledad.

 

La contrariedad es cancerígena. Dicen que una persona nerviosa; irritada; contrariada, tiene mayores oportunidades de tener cáncer. Dicen que el cáncer es una enfermedad que nasce del odio que se tiene por sí mismo o por alguien. Ya la soledad es más pasiva, sofocada. Asfixia. Juntando las dos, cuando era niño, yo roía el sofá. Acostaba la cabeza en el brazo acolchado del mueble y quedaba allí, royendo. A veces también lloraba por causa de una de las dos.

 

Paré de fumar hace dos años, dos meses y unos ocho días.

 

Lo que me llevó a buscar un dentista fue la insistencia de mi hermana más vieja, que siempre dijo que los míos eram dientes muy feos. Que no tenía cabida que yo sonriera de esa forma horrible. Yo ni siquiera sé sonreir bien. Pero sé que una persona que no sonríe tiene más oportunidades de desarrollar un cáncer.

 

Lo que adiaba mi ida era la vergüenza que tenía del dentista. De que yo llegara allá y el tipo me mirara con desprecio o, peor, hablara conmigo como quien habla con un niño; repreendiendome.

 

Entonces mi hermana me pasó una tarjeta de la Doctora Karina, dentista. Era una tarjeta blanca, con un dibujo infantil (cepillito, pastita de dientes, espejito) al lado del nombre de ella, pero ella trataba a adultos. Minha hermana me garantizó que la Doctora Karina no me repreendería por motivo del super amarillo de mis dientes. Creo que las dos hablaron por teléfono antes de que yo fuera allá.

 

Fuí. En aquella época, Karina tenía el pelo castanho-oscuro y liso, bien corto; hoy es más largo. Sus ojos ya eran vivos, brillantes. Intensos, firmes. Siguen así. Bajita; un metro y sesenta, talvez menos. Pasaba un poquito de los treinta años. Cuando la conocí, ella estaba saliendo del consultorio y, por eso, no usaba el delantal. Estaba de vestido amarillo con pelolitas verdes, hecho arvejitas. Tenía un libro grueso de Mario Vargas Llosa, en una de las manos pequeñas. Y usaba unos lentes modernitos, con la armazón de acetato color-de-vino. Acetato: ya trabajé en una joyería y óptica.

 

Completó una ficha y me miraba con la frialdad de una dentista para con su paciente; un pobretón con los dientes amarillentos.

 

- Fumador?


- No señora. Paré hace cuatro meses y dieciocho días.

 

Ella tenía por lo menos quince años menos que yo. Pero médicos y dentistas, especialmente los más jóvenes, adoran ser llamados de “señor” o de “doctor” por los jodidos que los buscan. Sonríen, superiores y magnánimos, para quienes los llaman así. Adoran ser respetados. Y son unos bobos, porque piensam que así son en realidad respetados.

 

- Cuatro meses. Y dieciocho días?


- Dieciocho días. La señora quiere saber cuantas horas?


- No es necesario tanto – se rió.

 

Claro está que después la ví varias veces de delantal. En el delantal, que ahora llaman de [1]“jaleco” y yo ni sabía, estaba su nombre bordado en rojo: “Dra. Karina”. Para no dejar dudas de que la Doctora, allí, era ella. Yo era el tipo de los dientes amarillos. Ella era muy pequeña y desaparecía dentro de aquél delantal. Usaba también una toca. Parecía una joven que trabajara en una panadería o algo parecido.


Pasábamos horas en el consultorio, yo de boca abierta y ella intruseando en mi boca. Debe haber encontrado sapos y culebras, cosas ruines y hediondas. Sangre, escupo (“puede escupir la saliva aquí”), cáries. Toda mi podredumbre. Obturó mi contrariedad, aplicando plomo o resina sobre ella. Mi soledad ella la agüantó callada, junto conmigo.


Quedábamos horas sin hablar una única palabra. Llegué a dormir, de boca abierta, varias veces, en aquella silla. Yo sentía el olor a detergente en polvo o de suavizante de ropas en los puños de su delantal.


Aún así, con toda esa distancia, mis dientes amarillos y los dientes blanquitos de ella un día se mezclaron.


No sé como terminó de aquella forma, pero recuerdo bien de ella de bruces, acostada sobre una cama, leyendo un diario, relajada, balanceando las piernas y vistiendo apenas un calzón, mientras yo me duchaba y la espiaba, desde el baño. Feliz. O - otro recuerdo fuerte - ya vestida, en el mismo cuarto, preparada para irse, de falda negra, sandalia y blusa. Dos prendedores en el pelo. Una mirada intrigada, delante de mí.

 

- ¿Qué pasó?

 

- Nada, quería verte un poco más, así, vestida. Sólo eso. Esas cosas uno no compra en ninguna parte.

 

- A mi mamá le gustaba decir, sobre las cosas buenas, “que no se compra en farmacia”. Eso no se compra en farmacia, ¿verdad?

 

- ¿Eso qué?


- Yo, aqui, con esta falda negra, y esta sandalia que te gusta, y esta blusa.


- Y los prendedores en el pelo. Me gusta también. Pareces a la Barbie.


- Sí, y mis pregadores de pelo. De Barbie, que sea. ¿No se compran en farmacia?


- No, no se compra en ningun lugar, Doctora.

 

A ella le gustaba citar a su mamá. La mamá ahora era inválida, qué sé yo, medio abobada, no se movía. Y Karina sufría por eso. Me contaba sobre su mamá y yo la escuchaba, paciente. Yo quedaba feliz de escuchar sus cosas.


En el consultorio, ella misma atendía a los pacientes por teléfono, no tenía recepcionista. Las veces en que yo llegaba allá, en la mitad de la tarde, entre un paciente y otro, ella hablaba sentada en mis piernas, anotando las cosas que ellos preguntaban o decían. Yo levantaba el delantal y besaba sus espaldas blandas y blanquitas; clavaba en su piel mis dientes amarillos, mientras ella marcaba los horarios de las consultas. Mordía a la dentista con los dientes que ella misma arreglaba, afilaba. Doctora Karina.


Un día ella se fue. Hoy es un dentista-hombre quien obtura mis dientes. Sus manos tienen olor de Pinho Sol[2]. Él es sonriente y pesado. Se nota que él también aprecia cuando yo lo llamo de “doctor”, el bobo.


En el otro día yo ví a la Doctora Karina, en el supermercado, con un hombre. Era un tipo metido a bonito, dientes brillando, sonrisa refrescante, aliento de campeón. Un rosto común, sin gracia. Un sujeto sin personalidad, más joven que yo, que hace todo lo que los otros hacen. Igualito. Incluso ganar dinero. Y una argolla brillando, en la mano izquierda. En los dos. Su vida ahora es blanquita, brillante. Y tiene olor a pasta de diente.


Mi sonrisa sigue amarilla. Mi vida también. Sangre, saliva gruesa, cáries, lengua llena de costras. Dicen que el mal aliento viene de adentro, del estómago de las personas. La podredumbre, desde entonces, quedó en mí, donde no logro verla.


Allá adentro. Allá adentro.

 

 

Notas da tradutora para o espanhol, explicando algumas palavras em português:

 

 

 

[1] Delantal técnico, unido con botones o con cintas.

 

[2] Desinfectante.